Argentina, ciudad no precisada
Fecha: 15 de marzo de 2007
A los docentes y directivos de escuelas de Argentina y del mundo:
He sido docente en un instituto secundario agrotécnico durante 12 años; luego ascendí a directora y ejercí por 16 años más en el mismo establecimiento, hasta que un incidente me enfrentó al dilema de proteger a tres alumnos a costa de violar algunos principios éticos fundamentales, o bien conservar mi integridad ética a cambio de soltarles la mano y arriesgarme a que pierdan el rumbo de sus vidas.
Una parte de este incidente fue de público conocimiento. Otra parte la hemos conservado en estricto secreto el comisario del pueblo y yo. La muerte de este comisario y amigo, ocurrida hace cinco años, me habilita a revelar la historia completa; cosa que he decidido hacer ahora que tengo ochenta años y me quedan unos meses de vida.
El instituto estaba ubicado a dos kilómetros del ejido urbano. Se accedía por un camino de tierra a cuya vera se extendía una línea de postes y cables eléctricos de media tensión instalados con el fin exclusivo de llevar energía al colegio. Tenía modalidad de internado; los alumnos vivían ahí de lunes a viernes y volvían a casa los fines de semana.
El incidente empezó con un sabotaje a las líneas de media tensión, provocado por tres alumnos de 5º año que se escaparon del dormitorio a la madrugada y reingresaron rápidamente sin ser descubiertos porque a esa hora todos dormían y las luces estaban apagadas. No habían comentado sus planes a sus compañeros por temor a que alguno los delatara. Esto sucedió faltando un mes para las vacaciones de invierno.
Lograron su objetivo de cortar la electricidad en el colegio; pero no calcularon que el sabotaje provocaría un apagón en todo el pueblo y que las autoridades policiales llegarían pronto al establecimiento para hacer una investigación y dar con los responsables.
El pueblo estuvo sin energía eléctrica hasta el día siguiente al mediodía. Yo conocía a los policías que vinieron al colegio por la mañana, por lo cual logré convencerlos de que me den tiempo a mí para hacer la investigación.
Los tres responsables se pusieron tan nerviosos que despertaron las sospechas de los compañeros de curso y no les quedó más alternativa que confesárselo. Pero les pidieron hacer un pacto de silencio, a lo que accedieron porque esos tres eran los líderes del curso; malos líderes, pero líderes al fin.
El colegio no tenía demasiados alumnos. Yo los conocía bien a todos; y siendo una docente con muchos años de experiencia no me resultó difícil descartar como posibles responsables a los buenos alumnos y a los que no eran tan malos como para llegar a sabotear un sistema eléctrico. Supe inmediatamente quiénes eran los tres autores, pero no lo podía probar. Y observando el comportamiento de los compañeros pude adivinar que habían hecho un pacto de silencio.
Aunque sabía quiénes eran los saboteadores, organicé a los docentes para que entrevistaran de manera individual a todos los alumnos de 1º a 4º año, y que traten de lograr algún tipo de confesión o testimonio. Yo en persona me encargué de entrevistar a los de 5º.
Hablé con cada uno de ellos pero respetaron el pacto de silencio. Dejé para el final a los tres autores del hecho. A estos no los entrevisté de a uno, sino grupalmente; y así les di a entender que ya sabía que eran ellos.
Inicié la entrevista diciéndoles:
—No me voy a andar con rodeos. La policía me dio unos días para que identifique a los autores y se los entregue, y yo sé que fueron ustedes. Entonces tienen tres opciones:
La primera, me dan su confesión a mí; luego vamos juntos a la policía, declaran mostrando arrepentimiento y yo haré mi mayor esfuerzo para que la Justicia sea benévola.
La segunda, me niegan su autoría, pero yo los señalaré a ustedes como los principales sospechosos; luego serán citados a declarar en la comisaría; y no van a poder mentir, porque con la policía no se juega; y yo no estaré ahí brindándoles mi apoyo.
La tercera no se las puedo decir; pero les doy mi palabra de que es la mejor para ustedes. Es la que tienen que elegir si depositan absoluta confianza en mí.
Cualquier opción que elijan, tienen que decidir ahora. Y no olviden que hay uno de ustedes tres que ya ha cumplido la mayoría de edad y podría sufrir consecuencias más graves.
Los tres lo pensaron un momento, se miraron entre ellos y decidieron la tercera opción. Luego bajaron la cabeza; me dieron gracias y les dije que ya se podían retirar. Pero cuando estaban saliendo, los detuve y agregué:
—Esperen. Sólo les diré una cosa más: Es obvio que hicieron un pacto de silencio con sus compañeros de curso, y ellos lo cumplieron porque ninguno los delató. Pero la opción que eligieron, si la piensan bien implica una confesión de su parte; o sea que son ustedes los que propusieron el pacto y son ustedes los que no lo cumplieron.
Entonces, cuando sus compañeros pregunten, díganles que no me confesaron nada, lo cual es técnicamente la verdad porque su confesión no fue explícita. Si no proceden exactamente como les estoy diciendo las consecuencias podrían ser muy graves para ustedes y no podré ayudarlos. ¿Entendido?
—Sí señora directora -me respondieron, y se retiraron-.
Para sorpresa de todo el cuerpo docente y del vicedirector, no les dije absolutamente nada sobre las entrevistas que tuve con todos los alumnos del curso. Simulé que todavía no había averiguado quiénes eran los responsables, aunque dudo que me lo creyeran. Pero era lo que tenía que hacer de acuerdo al plan que tenía en mente.
El sabotaje sucedió en la madrugada de un martes. Al viernes siguiente, cuando debían volver a casa, ordené a los preceptores que entreguen a todos los alumnos del colegio una nota para los padres por la cual se les informaba de lo sucedido y se les pedía que por favor tengan una buena charla de padres-hijos sobre la importancia de prever y hacerse responsables de las consecuencias de los actos en la vida.
Al día siguiente, sábado, me presenté en el destacamento policial del pueblo y mantuve una conversación con el comisario, con quien tenía una relación de estrecha confianza al punto que nos tratábamos por el nombre de pila. Empecé diciendo:
—Hola Gerardo, vengo a contarte el resultado de mi investigación y a hacerte una propuesta. Verás, yo ya sé quiénes son; son los peores alumnos del colegio; pero como docente quiero hacer todo lo posible para que no se pierdan en la vida. Tú como comisario tienes derecho a pedirme y exigirme que te los entregue, y en ese caso te los entregaré. Pero si puedes hacerme como amigo el mayor favor que podrías hacerme en la vida, te pido que no me obligues a identificarlos. Y si confías en mí, déjame actuar; yo ya tengo un plan que creo que es el que mejores chances les da a ellos para que puedan terminar la secundaria, para que no les queden antecedentes policiales que dificultarían su inserción a la vida laboral, y sobre todo para sacudirles la conciencia y corrijan el rumbo de su vida.
El comisario lo pensó un momento y me respondió:
—¿Sabes que esta mentira, aunque sea bienintencionada, nos puede costar el puesto a ambos, y en el caso mío, como comisario, las consecuencias serían más graves?
—Lo sé. Por eso no se lo he contado a nadie. Ni los docentes ni el vicedirector ni mi esposo saben que yo ya sé quiénes son los autores del hecho, y nunca lo sabrán. Hago esto porque quiero salvar a esos chicos. Por eso te propongo que todo esto que te estoy diciendo quede como una conversación informal entre nosotros; pero en tu informe oficial pongas que la directora del colegio no logró averiguar quiénes son los responsables. Agrega en el informe que la directora se compromete a pagar de su propio bolsillo los costos de reparación y administrativos ocasionados, lo cual haré, obviamente. Y por último te pido que vayas al colegio en horario de clases para simular que estás haciendo una investigación; hablamos un rato en mi oficina y no haces entrevistas a los alumnos; y todo queda ahí, como una investigación que no dio buen fruto.
Después de pensarlo unos minutos, me dijo:
—Te tengo plena confianza, y también quiero que esos muchachos no se pierdan en la vida; pero me resulta difícil creer que serás capaz de ocultarle este secreto a tu marido o a tu mejor amiga.
—Puedes tener fe que no se lo diré ni a ellos -respondí-, porque por mi profesión conozco muy bien la psicología humana, y sé que la gente tiene mucha dificultad para guardar secretos, aún los seres amados. Si queda entre tú y yo, el secreto estará protegido porque nosotros dos tenemos mucho que perder si se hace público.
El comisario lo pensó unos minutos más y tomó su decisión:
—Bien, me has convencido. El lunes apenas ingresen los alumnos al colegio los reunirás a todos, los de los cinco cursos; les darás tu discurso sobre la responsabilidad y acabarás diciéndoles que el comisario ya te avisó que irá al colegio a hablar este asunto contigo pero que no entrevistará a los alumnos. De ese modo lograrás bajar los nervios de los responsables para que no metan la pata y acaben delatándose solos.
—Me parece perfecto; así lo haré -le respondí-.
Cuando llegó el lunes, el comisario y yo montamos el teatro de la investigación policial. Ordené a todo el personal docente que no hable más del asunto, cosa que puso muy incómodos a todos. Luego pasaron los días y las semanas; los tres responsables nunca supieron por qué la policía había hecho una investigación tan superficial ni qué había hecho yo para protegerlos, ni por qué los había protegido.
Estaba feliz porque les había proporcionado a estos tres muchachos la posibilidad de terminar sus estudios; les había dado un buen motivo para reflexionar y que hagan un positivo acto de conciencia. En definitiva, había mejorado sus oportunidades de encarrilarse en la vida.
Pero pagué un alto precio, porque tuve que ignorar códigos éticos muy importantes. Me había hecho cómplice de tres alumnos que habían cometido un acto de vandalismo; había roto con mi tradición de mantener diálogo abierto y sincero con los directivos y con todo el cuerpo docente; había comprometido al comisario del pueblo para que también se haga cómplice y, por último, había violado el principio sagrado de no guardar secretos a mi marido y mis hijos.
Por esa razón, aunque todavía me faltaban unos años para jubilarme, mi conciencia no me permitió continuar en el cargo de directora y renuncié aludiendo razones personales al finalizar el año lectivo.
Por último, si ahora me preguntan si hice bien o mal en proteger de ese modo a los tres autores del sabotaje, creo que hice bien; pero no estoy segura. A mí sólo me queda la esperanza de que aquellos docentes y directivos que tengan oportunidad de leer esta carta encuentren en ella un material que les sirva para evaluar y decidir por sí mismos lo que harían en una circunstancia similar.
Sin más que agregar los saludo y los abrazo a todos, mis queridos colegas.